El octavo mandamiento

Poco importa que tengamos una joya entre manos. La más hermosa que nadie ha visto jamás. Poco importa que la vendamos por un céntimo. Si nadie lo sabe, seremos eternamente los poseedores de la más hermosa ganga de la Historia de la Humanidad.

Algo así ocurre con cualquier fiesta, reunión o evento que organicemos: si no lo sabe nadie, nadie acudirá, salvo que la casualidad arrastre a alguien hacia él. Y aunque nadie se ha hecho rico a base de pagar, si aspiramos a que el acontecimiento, de la naturaleza que sea, alcance un mínimo de éxito, es imprescindible darlo a conocer.

El octavo mandamiento Arturo Pérez-Reverte

Ahora bien: publicidad no puede ser nunca mentira. Porque las mentiras tienen las piernas muy cortas y proyectan una sombra larguísima. Vamos a poner un ejemplo del que estamos diciendo, real, si hemos de fiarnos de las palabras del protagonista.

Un historia real en un  pueblo inventado

Lo que contamos ocurrió en un pueblo de la Península Ibérica. Como se descubre la falta y no al que la comete, digamos que se llamaba… Villapérez. Cada año, un grupo literario y cultural de este pueblo organiza un ciclo de conferencias, para el que cuentan con la subvención del Ayuntamiento.

Y un buen año, los aficionados a la literatura deciden que lo que se les paga no es suficiente, de modo que editan los trípticos de la siguiente edición publicando a bombo y platillo que van a contar con don Arturo Pérez-Reverte. Por supuesto, el interesado no tenía ni idea de ello ni los convocantes intención de decirle nada.

La defensa del académico

Cuando se acerca la fecha de la charla, que ha levantado una expectación más allá del límite del municipio, los muy avispados organizadores anuncian que el autor no podrá venir por cuestiones de agenda, a la vez que dejan caer que don Arturo ha decidido aumentar su caché sin más ni más. Bravo. Subvención cazada. Ya podemos irnos de cañas.

Pero, en esto que el escritor lee en el periódico la suspensión de una charla de la que él no tenía ni idea y decide tomar cartas en el asunto: en el dominical en el que colabora aparece, al cabo de quince días un artículo firmado por él. Deja claro que nadie lo ha invitado a tal ciclo –con la elegancia suficiente para no dar nombres: que cada cual sepa qué ha hecho- y que él no cobra por acudir a tal tipo de actos.

El resultado, el que cabía esperar: el Ayuntamiento decide que sean los miembros de la pandilla quienes se costeen sus vicios y que el dinero vaya para quien sepa gastarlo y lo necesite. Los organizadores, sometidos a la vergüenza pública; y cualquier acto que éstos organicen, bajo sospecha. Y todo por no ajustarse a la verdad a la hora de promocionarse.

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